Exploración de Buenos Aires en poemas de Agustín Mazzini

La mirada a lo fascinante y monstruoso de la gran ciudad es también una búsqueda interior, dice Agustina De Caria.

   Esta apreciación se refiere a “El perfume de la flor tatuada”, de Agustín Mazzini, que nació en Buenos Aires, en 1993, y que con esta obra obtuvo el Premio de Poesía Joven de la Fundación MonteLeón, en España. Este libro fue precedido por “El ciervo blanco (sobre el artista y su oficio)”, premio de la Fundación ProArte; “El cielo no termina de quemarse”, premio Bustriazo Ortiz para Poetas Jóvenes; “Poemas de Rue Parthenais”, premio internacional Martín García Ramos; y “El hombre de todos los desiertos”.

   Agustina De Caria, narradora y docente de literatura, sostiene que en “El perfume de la flor tatuada”, Mazzini dirige su mirada hacia la ciudad que habita y recorre, se interroga por sus singularidades y “se lamenta por su descomposición”. Pero esta exploración es también, sostiene, la búsqueda de vínculos con un entorno en el que proliferan las pérdidas. Y, simultáneamente, una búsqueda interior.

   Lo que sigue es la reseña que De Caria escribió sobre este libro, y que comienza con referencias a la ola de calor que abatió a Buenos Aires y a gran parte del territorio argentino durante febrero y marzo de 2023.

   Mito extraño y fatal, por Agustina De Caria

Prácticamente no hay registros de un marzo más caluroso que el que estamos transitando en este momento. El calor es extraordinario y se palpa en los cuerpos: lánguidos, transpirados, como un envase a punto de vaciarse. De alguna forma, estas condiciones tan extremas de la temperatura ambiental nos distraen del simple suceder de los insignificantes eventos que suelen constituir una rutina. No importa lo que pasa ni lo que hacemos: hace calor. La única acción y el único imperativo posible. Tal vez por eso hablamos sobre el clima, porque pocas cosas nos interpelan tanto como lo inmanejable, lo absolutamente ajeno a nuestro dominio. Para lo demás, solemos avanzar en piloto automático, perdiéndonos en la productividad de nuestras vidas, incluso de la peor forma de perderse que es la de la suspensión del yo, cuando el cuerpo ejecuta una melodía ya inaudible y actúa, ni siquiera en contra de nuestros deseos, sino bajo el cariz de una voluntad domesticada.

Walter Benjamin ha dicho que perderse en una ciudad, como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Solemos homologar el estar distraído con perderse. Pero para perderse, para desconocerse de un espacio, no hay que estar distraído, sino muy atento: observar los detalles, buscar otras cosas, elegir otros recorridos, avanzar a contracorriente. Estar distraído puede ser simplemente hacer siempre lo mismo sin darnos cuenta, cumplir con las responsabilidades sin que el cuerpo haga consciente su propio hacer. Al dedicarnos a la observación atenta de lo que nos rodea, no queda más opción que entregarse a la obsesión de lo que nos perturba. Nos perdemos en una pulsión íntima y así, lo extraño no es algo ajeno, sino algo que surge de adentro.

En el último libro de Agustín Mazzini, El perfume de la flor tatuada (Eolas ediciones, 2022), galardonado con el premio MonteLeón de Poesía Joven, construye una figura del poeta que como un flâneur recorre la city porteña y despierta del letargo del mundo del trabajo y de los vínculos, y busca –en el tránsito cotidiano- restos, pistas, la esencia de la ciudad, que es también un gesto de búsqueda de una interioridad: una introspección geográfica que es también la pregunta por la propia identidad. ¿Lo que miro, lo que observo, qué dice de mí?

En los cuarenta y un poemas que componen el libro, pueden observarse elementos que de forma recurrente van a aludir a la ciudad: trenes, alcantarillas, mendigos, carteles, transeúntes, esquinas, estatuas, almacenes, calles, plazas, estaciones, San Telmo, estudiantes, camiones, Recoleta, bares, taxis, departamentos. El flâneur, que sale sin rumbo a observar el pulso que la multitud imprime en una ciudad, en estos textos hace una reseña melancólica de una Buenos Aires en tránsito, siempre evanescente, que a través de los brillos de la gentrificación se cuelan vestigios de su deformidad. Deformidad que se proyecta y transforma a todos, incluido el poeta. Este mira la urbe con asco y con fascinación, como solo se puede mirar a los monstruos, pero pareciera que el poeta es el único que se lamenta por su descomposición.

En los poemas de este libro las cosas no están. Hay que reconstruir sus restos, sus huellas, sus ausencias, que como se dice en “IV”: volverán a su casa con su cadáver deshojado. Ya desde el poema I puede leerse: Pequeños hombres envueltos en un aire de foto,/individuos insomnes entre el estar y el no estar/cuya sangre canta y tiene gusto a tabaco,/ refriegan los ojos hasta borrarse la cara,/ mareados por el aliento de las estaciones,/el semen de los moteles,/ el río muerto de las alcantarillas y los colores partidos a la mitad . Todo en este pasaje es fugaz y está borroneado, porque es parte del pasado o porque son acciones olvidables o del ámbito privado, a las cuales no se puede acceder. Al generalizar, no se habla de nadie en particular. ¿Quiénes son estos hombres que nadie ve? Sus caras están borradas. El río está muerto. Los colores están partidos. También en “VII. Escrito en la estación de tren de Núñez”: así como los muertos hablarán con la boca húmeda/ de cosas que dudamos por solo existir; en “III”: Una palabra que no se encuentra en ningún lado; en “IX”: Buenos Aires baila sobre los restos de su amor; o en “XL”: ella,/ solo tarda una mirada en volver.

A la vez, puede percibirse una intención de revincularse con estos objetos que ya no están, o que tal vez nunca han estado y de ahí el pesimismo: porque todo es efímero e insignificante, por la angustia que deviene al reconocimiento de la rendición frente a esta evidencia. En relación con esto, podrían pensarse las diferentes dedicatorias como un acercamiento a los otros, tanto contemporáneos como antecesores, lo mismo que las referencias a la música y a la literatura: los amigos y los ídolos, eso que es valioso de conservar; lo mismo sucede con las relaciones amorosas. El libro se ejecuta en la mueca de un abrazo.

Pero a la vez, quien observa debe guardar una distancia. El yo no establece una filiación con ese paisaje obsceno y tristón que muestra, es un sujeto de actualidad, de departamento, que se siente extraño en el ámbito público y se siente solo en el ámbito privado, tanto en las fiestas como en su propio hogar. La voz de estos poemas refleja el espíritu contradictorio y sensible de esta generación.

En Las flores del mal -pienso en particular en “Cuadros parisinos”, que conforma una especie de genealogía de El perfume de la flor tatuada-, el flâneur de Baudelaire buscaba el anonimato para privilegiar el sentir del pulso de la ciudad; este flâneur contemporáneo sufre el desarraigo de una ciudad que lo expulsa: de los lugares, del tiempo. En el poema “El cisne”, Baudelaire describe un cisne que mira el cielo después de acercarse a un arroyo seco: “Veo a este desdichado, mito extraño y fatal/ a veces hacia el cielo, como el hombre de Ovidio,/ hacia el cielo irónico y cruelmente azul, alzando la cabeza ávida, con el cuello convulsivo, ¡como si dirigiera sus reproches a Dios!”. Este poema es un canto receloso al progreso de la ciudad de París del siglo XIX, de la misma forma en que los poemas de Mazzini dan cuenta de la hostilidad de una ciudad egoísta. El poeta se convierte en esa figura del “exiliado, ridículo y sublime”, y reactualiza ese mito extraño y fatal: un flâneur del siglo XXI, que se pierde en la multitud de forma involuntaria, ausente en el tránsito quieto de los subtes, en el trayecto de camino al trabajo, en el hastío, en el aburrimiento.

La poesía crece en sitios en donde el deseo se resignó a la estructura negra de las cosas que nadie dice: es el perfume de la flor tatuada buscando la palabra «vida» tratando de no tropezar en el intento. Este es el comienzo del poema “XXXVII. Manifiesto a favor de la poesía y en contra de los poetas”. No vamos a ahondar en la actitud melancólica del yo, pero quisiera detenerme en el juego de palabras que da nombre al libro entero: “el perfume de la flor tatuada” hace pensar, por un lado, en que en todo el poemario elige hacer un uso de un lenguaje estilizado y por momentos, anacrónico, lo que lleva a la pregunta de si en esa intención de recuperación de valores de otras épocas no hay una búsqueda de traer del pasado otra experiencia discursiva de lo real.

Por otro lado, evoca el fenómeno cultural del tatuaje, que no solo es otra referencia popular –como tantas otras que se encuentran en el poemario y que funcionan como marca de época-,  sino que alude a un dibujo permanente. Si bien antes se advertía sobre los riesgos de elegir algo que fuera para siempre, hoy en día se lo toma con liviandad. En los poemas de Mazzini se analiza si hoy en día no hay algo que sea de verdad trascendente. Esto desemboca en la cuestión de la palabra, de la poesía, de aquello que es imperecedero y que tiene un verdadero sentido por debajo de todo lo demás, algo que el poeta sondea irónicamente: es imposible captar y percibir el perfume de una flor tatuada. Sin embargo, el poeta insiste en hacer preguntas y recorre la ciudad y escribe, como si el lenguaje fuera el último bastión de resistencia frente a lo efímero.

El poema termina con una definición de poesía: “una amargura que busca descifrar el ayer”.

VII

Escrito en la estación de tren de Núñez

A propósito de Alejandra Pizarnik

A una mujer la mirada se le cae por las escaleras.

Besos. Sal. Estatuas. Lamentos

y un enjambre de nieve

en maletas a medio desempacar.

Sé que rodarán por las esquinas

pequeños perros que persiguen el amor

y un sol negro que canta por los rincones,

y que veré al filo del amor y al Hombre trepar por los puentes,

aullar lágrimas en los cuchillos

frente a almacenes cerrados después de las seis de la tarde.

Hoy, en esta mañana,

oleadas de vagabundos llegarán en cualquier momento

a buscar harapos de su sombra entre palomas muertas,

así como los muertos hablarán con la boca húmeda

de cosas que dudamos por sólo existir.

Inmóviles en la música del viento los colores se duermen,

las palpitaciones de la calle hallan su infinito

y el alba cose sus labios ciegos y da pequeños

golpes a las últimas plazas despiertas.

Las muchachas calientan heridas dentro de sus abrigos baratos

y se marean al oír el tacto de una gardenia en lo nocturno,

al ser que se diluye entre las sábanas

y pregunta por el final y le agrega a los sueños raíces.

Es la estación de tren, el parque, la plaza,

la certeza de un horizonte abandonado

al borde de una cama, con los dedos en la arena

y un vino que quema horas en nuestra frente.

XII

En la soledad unos ojos brillan por culpa del alcohol y los árboles teorizan un tráfico de estrellas, el sentido de la palabra “hogar” se vistió de perro. Como todos los días, el día pelea contra la forma de las calles y viaja envuelto en un camino. Los camiones que llevan las horas de un lado a otro de la ciudad se detienen a ver cómo en los vasos de los bares, un árbol de hielo deja restos de su piel de agua y en los cementerios una sinfonía de huesos aturde las raíces de la tierra. Todo se repite, todo me nombra. Estoy de nuevo en mí.

XXI

Crónica de un departamento vacío

Si me arrodillara.

Si me sacara el cuchillo ahogado en mi corazón.

Si pudiera arrancarme el nombre,

los horarios, las agendas, los jefes

y ser solamente este traficante de costales de aguja y plomo,

vivir sucio de góndola y mujer, desnudo con mis páginas,

mis hilachas, mis muñequitos de ceniza.

Sé que, si lo hiciera, dulcemente,

se me llenaría la cabeza de flores,

y haría desaparecer de la ropa este olor

a ministerio, a embajada, a oficina.

Pero, al final, esta casa es sólo una casa

en donde llueven palomas negras y saliva nocturna.

XXVIII

Al salir del departamento, como si dejara un libro a los pies de un hombre que no aprendió a llorar, el mar practica su seducción de ir y venir, y los techos y los campanarios de las iglesias parecen piedras escritas en idiomas sagrados. Es como si todo hubiera sido besado las pasadas veinte horas y habitara a orillas de bestias peores que el frío.

XXXVII

Manifiesto a favor de la poesía y en contra de los poetas

para Sofía Castillón

La poesía crece en sitios en donde el deseo se resignó a la estructura negra de las cosas que nadie dice: es el perfume de la flor tatuada buscando la palabra “vida” tratando de no tropezar en el intento. Ellos quieren beber el ron de los burdeles y vomitar sus suicidios y sus nervios. Piden que alguien aplauda por semejante pornografía e imaginan que sus lágrimas son orín de mariposa. Olvidan el timbre de los delicados fuegos de la voz, el cráneo escondido tras el rostro, el dedo que no sirve si no arde al escribir sobre la arena azul de la memoria. Ella no distingue entre locos, asesinos, profanos o héroes. Funciona en la penumbra. Es una amargura que busca descifrar el ayer.

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