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  • Vicente Aleixandre (España) / El día me encuentra

    Las manos

    Mira tu mano, que despacio se mueve,
    transparente, tangible, atravesada por la luz,
    hermosa, viva, casi humana en la noche.
    Con reflejo de luna, con dolor de mejilla,
    con vaguedad de sueño,

    mírala así crecer, mientras alzas el brazo,
    búsqueda inútil de una noche perdida,
    ala de luz que cruzando en silencio
    toca carnal esa bóveda oscura.

    No fosforece tu pesar, no ha atrapado
    ese caliente palpitar de otro vuelo.
    Mano volante perseguida: pareja.
    Dulces, oscuras, apagadas, cruzáis.

    Sois las amantes vocaciones, los signos
    que en la tiniebla sin sonido se apelan.
    Cielo extinguido de luceros que, tibios,
    campo a los vuelos silenciosos te brindas.

    Manos de amantes que murieron, recientes,
    manos con vida que volantes se buscan
    y cuando chocan y se estrechan encienden
    sobre los hombres una luna instantánea.

    La noche

    Fresco sonido extinto o sombra, el día me encuentra.

    Sí, como muerte, quizá como suspiro,
    quizá como un solo corazón que tiene bordes,
    acaso como límite de un pecho que respira;
    como un agua que rodea suavemente una forma
    y convierte a ese cuerpo en estrella en el agua.

    Quizá como el viaje de un ser que se siente arrastrado
    a la final desembocadura en que a nadie se conoce,
    en que la fría sonrisa se hace sólo con los dientes,
    más dolorosa cuanto todavía las manos están tibias.

    Sí . Como ser que, vivo, porque vivir es eso,
    llega en el aire, en el generoso transporte
    que consiste en tenderse en la tierra y esperar,
    esperar que la vida sea una fresca rosa.
    Sí, como la muerte que renace en el viento.

    Vida, vida batiente que con forma de brisa,
    con forma de huracán que sale de un aliento,
    mece las hojas, mece la dicha o el color de los pétalos,
    la fresca flor sensible en que alguien se ha trocado.

    Como joven silencio, como verde o laurel;
    como la sombra de un tigre hermoso que surte de
    / la selva;
    como alegre retención de los rayos del sol en el plano
    / del agua;
    como la viva burbuja que un pez dorado inscribe en el
    / azul del cielo.
    Como la imposible rama en que una golondrina no detiene
    / su vuelo…

    El día me encuentra.

    Ciudad del paraíso

    A mi ciudad de Málaga

    Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos.
    Colgada del imponente monte, apenas detenida
    en tu vertical caída a las ondas azules,
    pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas,
    intermedia en los aires, como si una mano dichosa
    te hubiera retenido, un momento de gloria,
    antes de hundirte para siempre en las olas amantes.

    Pero tú duras, nunca desciendes, y el mar suspira
    o brama por ti, ciudad de mis días alegres,
    ciudad madre y blanquísima donde viví, y recuerdo,
    angélica ciudad que, más alta que el mar, presides
    / sus espumas.
    Calles apenas, leves, musicales. Jardines
    donde flores tropicales elevan sus juveniles palmas
    / gruesas.
    Palmas de luz que sobre las cabezas, aladas,
    merecen el brillo de la brisa y suspenden
    por un instante labios celestiales que cruzan
    con destino a las islas remotísimas, mágicas,
    que allá en el azul índigo, libertadas, navegan.
    Allí también viví, allí, ciudad graciosa, ciudad honda.
    Allí donde los jóvenes resbalan sobre la piedra amable,
    y donde las rutilantes paredes besan siempre
    a quienes siempre cruzan, hervidores de brillos.
    Allí fui conducido por una mano materna.
    Acaso de una reja florida una guitarra triste
    cantaba la súbita canción suspendida del tiempo;
    quieta la noche, más quieto el amante,
    bajo la lucha eterna que instantánea transcurre.
    Un soplo de eternidad pudo destruirte,
    ciudad prodigiosa, momento que en la mente de un
    / dios emergiste.
    Los hombres por un sueño vivieron, no vivieron,
    eternamente fúlgidos como un soplo divino.
    Jardines, flores. Mar alentado como un brazo
    / que anhela
    a la ciudad voladora entre monte y abismo,
    blanca en los aires, con calidad de pájaro suspenso
    que nunca arriba. ¡Oh ciudad no en la tierra!
    Por aquella mano materna fui llevado ligero
    por tus calles ingrávidas. Pie desnudo en el día.
    Pie desnudo en la noche. Luna grande. Sol puro.
    Allí el cielo eras tú, ciudad que en él morabas.
    Ciudad que en él volabas con tus alas abiertas.

    Diosa

    Dormida sobre el tigre,
    su leve trenza yace.
    Mirad su bulto. Alienta
    sobre la piel hermosa,
    tranquila, soberana.
    ¿Quién puede osar, quién sólo
    sus labios hoy pondría
    sobre la luz dichosa
    que, humana apenas, sueña?
    Miradla allí. ¡Cuán sola!
    ¡Cuán intacta! ¿Tangible?
    Casi divina, leve
    el seno se alza, cesa,
    se yergue, abate; gime
    como el amor. Y un tigre
    soberbio la sostiene
    como la mar hircana,
    donde flotase extensa,
    feliz, nunca ofrecida.
    ¡Ah, mortales! No, nunca;
    desnuda, nunca vuestra.
    Sobre la piel hoy ígnea
    miradla, exenta: es diosa.

    Mar del paraíso

    Heme aquí frente a ti, mar, todavía…
    Con el polvo de la tierra en mis hombros,
    impregnado todavía del efímero deseo apagado
    / del hombre,
    heme aquí, luz eterna,
    vasto mar sin cansancio,
    última expresión de un amor que no acaba,
    rosa del mundo ardiente.
    Eras tú, cuando niño,
    la sandalia fresquísima para mi pie desnudo.
    Un albo crecimiento de espumas por mi pierna
    me engañara en aquella remota infancia de delicias.
    Un sol, una promesa
    de dicha, una felicidad humana, una cándida
    / correlación de luz
    con mis ojos nativos, de ti, mar, de ti, cielo,
    imperaba generosa sobre mi frente deslumbrada
    y extendía sobre mis ojos su inmaterial palma
    / alcanzable,
    abanico de amor o resplandor continuo
    que imitaba unos labios para mi piel sin nubes.
    Lejos el rumor pedregoso de los caminos oscuros
    donde hombres ignoraban tu fulgor aún virgíneo.
    Niño grácil, para mí la sombra de la nube en la
    / playa
    no era el torvo presentimiento de mi vida en su
    / polvo,
    no era el contorno bien preciso donde la sangre
    / un día
    acabaría coagulada, sin destello y sin numen.
    Más bien, con mi dedo pequeño, mientras la nube
    / detenía su paso,
    yo tracé sobre la fina arena dorada su perfil
    / estremecido,
    y apliqué mi mejilla sobre su tierna luz transitoria,
    mientras mis labios decían los primeros nombres
    / amorosos:
    cielo, arena, mar…
    El lejano crujir de los aceros, el eco al fondo de
    / los bosques partidos por los hombres,
    era allí para mí un monte oscuro, pero también
    / hermoso.
    Y mis oídos confundían el contacto heridor del labio
    / crudo
    del hacha en las encinas
    con un beso implacable, cierto de amor, en ramas.
    La presencia de peces por las orillas, su plata núbil,
    el oro no manchado por los dedos de nadie,
    la resbalosa escama de la luz, era un brillo en
    / los míos.
    No apresé nunca esa forma huidiza de un pez en su
    / hermosura,
    la esplendente libertad de los seres,
    ni amenacé una vida, porque amé mucho: amaba
    sin conocer el amor; sólo vivía…
    Las barcas que a lo lejos
    confundían sus velas con las crujientes alas
    de las gaviotas 0 dejaban espuma como suspiros leves,
    hallaban en mi pecho confiado un envío,
    un grito, un nombre de amor, un deseo para mis labios
    / húmedos,
    y si las vi pasar, mis manos menudas se alzaron
    y gimieron de dicha a su secreta presencia,
    ante el azul telón que mis ojos adivinaron,
    viaje hacia un mundo prometido, entrevisto,
    al que mi destino me convocaba con muy dulce
    / certeza.
    Por mis labios de niño cantó la tierra; el mar
    cantaba dulcemente azotado por mis manos
    / inocentes.
    La luz, tenuemente mordida por mis dientes
    / blanquísimos,
    cantó; cantó la sangre de la aurora en mi lengua.
    Tiernamente en mi boca, la luz del mundo me
    / iluminaba por dentro.
    Toda la asunción de la vida embriagó mis sentidos.
    Y los rumorosos bosques me desearon entre sus
    / verdes frondas,
    porque la luz rosada era en mi cuerpo dicha.
    Por eso hoy, mar,
    con el polvo de la tierra en mis hombros,
    impregnado todavía del efímero deseo apagado del
    / hombre,
    heme aquí, luz eterna,
    vasto mar sin cansancio,
    rosa del mundo ardiente.
    Heme aquí frente a ti, mar, todavía…

    Nació en Sevilla, el 26 de abril de 1898, y transcurrió su niñez en Málaga. A los 13 años su familia se trasladó a Madrid. Es una de las grandes referencias de la Generación del 27. Afrontó la dictadura franquista con una suerte de exilio interior y es recordado por su apoyo y estímulo a los poetas jóvenes y como anfitrión de gran cantidad de creadores en su casa de la calle Velintonia, de Madrid, frecuentada por Pablo Neruda, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Gerardo Diego y Luis Cernuda, entre otros. Recibió el Premio Nobel de Literatura, en 1934. Entre otras obras, publicó “Ámbito”, “Espadas como labios”, “Pasión de la tierra”, “Sombra del paraíso”, “Mundo a solas”, “Historia del corazón” y “Diálogos del conocimiento”. En 2020 se publicó “Visitar todos los cielos. Cartas a Gregorio Prieto (1924-1981)”, una recopilación del investigador Víctor Fernández. Murió en Madrid, el 13 de diciembre de 1984.

Declarada de interés cultural (2014)

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