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  • Savia, exuberancia

    ANTONIO GAMONEDA

    La naranja en tus manos, su resplandor, ¿es para siempre?

    Cerca del agua y del cuchillo, ¿una naranja en la oquedad
    eterna?

    Fruto de desaparición. Arde su exceso de realidad entre
    tus manos.

    Tengo frío junto a los manantiales. He subido hasta cansar
    mi corazón.

    Hay yerba negra en las laderas y azucenas cárdenas entre
    sombras, pero, ¿qué hago yo delante del abismo?

    Bajo las águilas silenciosas, la inmensidad carece de
    significado.

    (Oviedo, España, 1931. De “Lengua y herida”, colección Musarisca, Ediciones Colihue, Buenos Aires, 2004).

    JOSÉ EMILIO PACHECO

    La enredadera

    Verde o azul, fruto del muro, crece.
    Divide cielo y tierra. Con los años
    se va haciendo más rígida, más verde.
    Costumbre de la piedra, cuerpo ávido
    de entrelazadas puntas que se tocan.
    Llevan la misma savia, son una misma planta
    y también son un bosque. Son los años
    que se anudan y rompen. Son los días
    del color del incendio. Son el viento
    que atraviesa la luz y encuentra intacta
    la sombra que se alzó en la enredadera.

    El cardo

    El cardo es pura hostilidad.
    Inmóvil escorpión, acecha y sabe
    que alguien irá a clavarse en sus púas.

    Planeta de odio, error de la tierra.

    El cardo sólo sirve para herir,
    sólo tiene lenguas
    para la injuria.

    Quiere vengarse de ser cardo.

    Es la ofensa a todo,
    el erizo que se difunde
    para clavar su pica de rabia.

    Y al cumplir su función morirse.

    (Ciudad de México, 1939-Ib. 2014). De “Tarde o temprano (Poemas 1958-2009)”, Tusquets editores, Barcelona, 2010).

    LUIS ALBERTO CRESPO

    Enredadera

    Haz conmigo lo que haces con el muro

    Te hablo a ti
    que sanas la gravedad de las grietas

    hace tiempo que duro detrás de mi ropa
    y me ocurre lo mismo.

    (Carora, Venezuela, 1941. De “La misma vez”, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 2013).

    JOAQUÍN GIANNUZZI

    Uvas rosadas

    Este breve racimo
    de uvas rosadas pertenece
    a otro reino.
    Yace, sobre mi mesa,
    en la fría integridad de su peso terrestre
    mientras yo permanezco silencioso
    imposibilitado
    de oponer mi vida a su carnal exuberancia.
    Casi con horror admiro allí
    la dura tensión del agua
    hacia la piel mortal
    como una realidad insoportable.
    He aquí un remoto acontecer:
    todo transcurre del otro lado, fuera
    del rumor insensato
    de la existencia humana.
    Comprendo que hay un límite
    cuyo paso en el tiempo
    me está vedado
    de modo que el puro conocimiento
    sólo cabe en la mera travesura de la mente.
    Más allá está la misma tierra
    a la que regresamos como extraños;
    en el racimo de uvas rosadas yace
    la imagen de otro regreso
    y este enigmático existir
    dulcemente en el rosa
    tiende a cumplir el ciclo
    que comenzó, radiante, en el verde lejano.
    Otros días transcurren
    aquí, en otro espacio
    que colmó la inutilidad
    de una vida ocupada. Ajeno
    a la región de las uvas permanece
    mi estupor desalentado;
    pero nunca la esperanza
    tuvo mejor imagen que esto:
    la travesía del límite
    que da a lo secreto vendrá
    de la misma costumbre de la luz
    con que las uvas rosadas
    van a entrar en la muerte.

    (Buenos Aires, 1924-Salta, 2004. De “Obra poética”, Emecé Editores, Buenos Aires, 2000).

    CRISTANZIANO SERRICCHIO

    Las aceitunas

    -Tomá, estas son dos aceitunas,
    son especiales: alcanza un tarro,
    poca sal
    y en pocos días
    se vuelven dulces como la miel.

    Pero las tenés que seleccionar una por una;
    descartá las malas, arrugadas y secas,
    y elegí las más redondas,
    llenas de sabor y de aceite,
    brillantes como ojos.

    Las recogía mi madre, en otoño,
    del árbol al lado de la casa de campo
    sobre el mar y sus manos
    entre las hojas, yo las veía,
    se llenaban de aceitunas y de sol:
    ahora están quietas en el ataúd.

    Mi hermana temblaba, arrugada y seca
    como una aceituna descartada.
    -“Stanzianu” -decía con un relámpago
    de llanto y una voz de tumba-,
    estos son los últimos frutos.

    (Monte Sant’Angelo, Italia, 1922-Manfredonia, Italia, 2012. De “Nuevos poetas italianos”, Paradiso Ediciones, Buenos Aires, 2008. Traducción de Rocco Carbone).

Declarada de interés cultural (2014)

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